Observo la calidez de la noche por la rendija de mi ventana
un par de aves canturrean mi nombre vagamente en la amplia penumbra,
Percibo a la ilusa mariposa danzar en círculos en el jardín,
A el pequeño grillo que entona su dulce canción de cuna,
Y al dulce gato que desde un rincón lo asecha.
Distingo el afable olor a lluvia.
Presa por las paredes del hospital
Me descubro nuevamente en el dormitorio,
Donde solo se cuelan esos canturreos de las aves
Repiten mi nombre incesantemente,
Una y otra vez
Nunca me canso de ellos,
Al menos me hacen compañía
Y me recuerdan algo que la luna seguramente me obligo a olvidar.
Solo deseo ansiosa que la noche me abrase y me haga suya
para escuchar los murmullos de las aves,
Maldigo el silencio de la habitación en los crepúsculos
Dan paso a los gritos de aquellos que nunca fueron escuchados,
Se quejan, me reclaman, me buscan,
El tormento se convierte en el más sosegado de mis sentires
Y nuevamente me dispongo a esperar con ansias la noche,
a las aves que susurran mi nombre incesamente,
Me recuerdan que vivo,
Que no soy los delirios de un demente,
Que no solo soy los desvaríos de un ser trastornado.